Llegó a la costa con tan sólo un hálito de vida. Retorciéndose.
Murió a los pocos segundos en la misma orilla. En esa zona donde la arena está mojada.
En esa zona donde la marea es sólo un cementerio de diminutos esqueletos reducidos a un polvo fino. Millones de conchas de animales muertos hace miles de años.
Vidas perdidas.
Murió la última ola.
El mar quedó plano, estático. Y, lo que es peor, completamente mudo. Los peces se miraron perplejos.
Los grandes escualos cartilaginosos dejaron de ondear sus aletas. Las caracolas se entristecieron. Cesaron las cimbreantes danzas de las algas.
Los grandes mamíferos marinos no supieron qué pensar.
El agua dejó de moverse. El vientre de la bailarina se detuvo. Con esa última ola, el mar había muerto.
Poco después murió la última sonrisa. Y murió la alegría. Con un último beso, el amor murió también. Con un último abrazo, la amistad desapareció.
Con un último aliento, la brisa cesó para siempre. Noche negra. Fría y silenciosa. El último hombre, el eslabón final de la cadena, comenzó a llorar. Pero no hubo lágrimas.
Sus pequeños mares habían muerto dentro sus ojos, sin llegar a nacer. Comprendió que no había nada más. Que no debe esperarse nada más.
Que hay que vivir mientras el aire salga y entre de los pulmones una docena de veces por minuto. Que hay que mecerse con las olas mientras el mar viva.
Y hundió sus dedos en la arena mojada.