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ALMA
Amanece. La
luz entra por el ventanal, iluminando las
sábanas blancas de una cama, ocupada por un hombre y una mujer. Ella, molesta por el sol, despierta y, al ver que él la observa, sonríe.
Son conscientes de quiénes son. Comparten Vida. Comparten Alma.
Asoman nubes que cubren la noche. El sofá está ocupado por dos figuras,
acurrucadas de tal forma que se aprecian como una. No hay cabida para
pensamientos en sus mentes, no en ese momento. Simplemente observan el crepitar de unas ramas, envueltas en llamas, envueltas en los muros de una chimenea. Simplemente sienten.
***
Apenas visibles, dos siluetas se dibujan en el exterior, avanzando hacia la
casa. Ellos son el fin del día. Ellos son la noche. Ellos son el destino,
azaroso.
***
El sonido de cristales rotos quiebra el silencio. La figura que contemplaba el fuego se sobresalta y se divide en dos. El destino ha entrado por la ventana, dispuesto a deshacer lo que una vez hizo. Se escucha un forcejeo, dos golpes secos, el roce del acero, un grito ahogado y después... nada.
Un hombre y una mujer yacen en el suelo. La luz entra por el marco de una ventana rota, iluminando la sala. Él, molesto por el sol, despierta, pero no tiene una sonrisa que ofrecer.
Sus ojos vagan por la estancia, tratando de comprender: armarios abiertos, pedazos de cristal y arcilla, cajones vacíos... Y en ese momento, la encuentra.
El hombre se incorpora y se aproxima, con la intención de despertarla. Entonces sus pies encuentran algo húmedo. Baja la mirada y sus ojos encuentran el color rojo. En ese instante un dolor le aborda. El dolor de un alma rota.
Un cuerpo deambula en el interior de la casa. Sin rumbo fijo, sólo pasea. Apenas come, apenas duerme. Y su dolor apenas remite. Al principio fue intenso, como si alguien hubiese golpeado su corazón con un pedazo de madera vieja con todas sus fuerzas. Después, el dolor únicamente fue persistente. Persistente como astillas desprendidas de aquél pedazo de madera vieja, que quedaron alojadas en su pecho y que son demasiadas como para intentar sacarlas.
Pasan semanas. El cuerpo continúa caminando, aunque no avanza. No enferma, aunque ya está enfermo. No muere, aunque ya está muerto.
Una mañana, sin apenas percatarse, el cuerpo atraviesa la puerta, saliendo al exterior. A pesar de que no había dejado de comer, por primera vez en mucho tiempo siente apetito. Decide tomar el coche y acercarse a un bar y desayunar. Pide un café y dos tostadas. Hacía calor, así que sale a la terraza.
Y entonces los encuentra.
Los que una vez fueron los rostros del destino, que quedaron grabados a fuego en su mente. Una mente que en ese momento despierta.
Los rostros continúan caminando, sin percatarse de que han sido descubiertos. El hombre espera a que se alejen, deja un billete sobre la mesa y los sigue desde la distancia. Caminan durante una hora, hablando entre ellos, hasta que finalmente se detienen delante de la puerta de un pequeño cortijo. La abren y entran.
Ya está. Los había encontrado.
Pero no podía hacerlo, no ahora. El hombre vuelve al bar, entra en el coche y vuelve a casa. Al entrar se dirige al baño, se sube al bidé y destapa el respiradero del techo. Alza la mano y tantea a ciegas hasta asir con su mano la venganza, una venganza hecha de frío metal y pólvora.
Se tranquiliza. Sale del baño y vuelve al coche. Arranca.
Conduce sobre una carretera hecha sobre un acantilado que da al mar. Atardece, y el Sol se va sumergiendo en el horizonte marino dibujando un camino luminoso sobre el océano y dejando un tono anaranjado en el cielo. En uno de los salientes se halla un mirador. El coche gira y se detiene allí. El hombre se baja, toma aire y llora. Llora lo más alto y lo más fuerte que puede.
Es entonces cuando las afiladas puntas de cristal de su alma rota se redondean y las astillas de su corazón desaparecen. Se siente en paz.
Se seca las lágrimas con la parte inferior de su camisa y vuelve a empuñar el volante. Continúa el camino. Pasa por delante del bar en el que estuvo aquella mañana y para a escasos metros de un pequeño cortijo.
sábanas blancas de una cama, ocupada por un hombre y una mujer. Ella, molesta por el sol, despierta y, al ver que él la observa, sonríe.
Son conscientes de quiénes son. Comparten Vida. Comparten Alma.
Asoman nubes que cubren la noche. El sofá está ocupado por dos figuras,
acurrucadas de tal forma que se aprecian como una. No hay cabida para
pensamientos en sus mentes, no en ese momento. Simplemente observan el crepitar de unas ramas, envueltas en llamas, envueltas en los muros de una chimenea. Simplemente sienten.
***
Apenas visibles, dos siluetas se dibujan en el exterior, avanzando hacia la
casa. Ellos son el fin del día. Ellos son la noche. Ellos son el destino,
azaroso.
***
El sonido de cristales rotos quiebra el silencio. La figura que contemplaba el fuego se sobresalta y se divide en dos. El destino ha entrado por la ventana, dispuesto a deshacer lo que una vez hizo. Se escucha un forcejeo, dos golpes secos, el roce del acero, un grito ahogado y después... nada.
Un hombre y una mujer yacen en el suelo. La luz entra por el marco de una ventana rota, iluminando la sala. Él, molesto por el sol, despierta, pero no tiene una sonrisa que ofrecer.
Sus ojos vagan por la estancia, tratando de comprender: armarios abiertos, pedazos de cristal y arcilla, cajones vacíos... Y en ese momento, la encuentra.
El hombre se incorpora y se aproxima, con la intención de despertarla. Entonces sus pies encuentran algo húmedo. Baja la mirada y sus ojos encuentran el color rojo. En ese instante un dolor le aborda. El dolor de un alma rota.
Un cuerpo deambula en el interior de la casa. Sin rumbo fijo, sólo pasea. Apenas come, apenas duerme. Y su dolor apenas remite. Al principio fue intenso, como si alguien hubiese golpeado su corazón con un pedazo de madera vieja con todas sus fuerzas. Después, el dolor únicamente fue persistente. Persistente como astillas desprendidas de aquél pedazo de madera vieja, que quedaron alojadas en su pecho y que son demasiadas como para intentar sacarlas.
Pasan semanas. El cuerpo continúa caminando, aunque no avanza. No enferma, aunque ya está enfermo. No muere, aunque ya está muerto.
Una mañana, sin apenas percatarse, el cuerpo atraviesa la puerta, saliendo al exterior. A pesar de que no había dejado de comer, por primera vez en mucho tiempo siente apetito. Decide tomar el coche y acercarse a un bar y desayunar. Pide un café y dos tostadas. Hacía calor, así que sale a la terraza.
Y entonces los encuentra.
Los que una vez fueron los rostros del destino, que quedaron grabados a fuego en su mente. Una mente que en ese momento despierta.
Los rostros continúan caminando, sin percatarse de que han sido descubiertos. El hombre espera a que se alejen, deja un billete sobre la mesa y los sigue desde la distancia. Caminan durante una hora, hablando entre ellos, hasta que finalmente se detienen delante de la puerta de un pequeño cortijo. La abren y entran.
Ya está. Los había encontrado.
Pero no podía hacerlo, no ahora. El hombre vuelve al bar, entra en el coche y vuelve a casa. Al entrar se dirige al baño, se sube al bidé y destapa el respiradero del techo. Alza la mano y tantea a ciegas hasta asir con su mano la venganza, una venganza hecha de frío metal y pólvora.
Se tranquiliza. Sale del baño y vuelve al coche. Arranca.
Conduce sobre una carretera hecha sobre un acantilado que da al mar. Atardece, y el Sol se va sumergiendo en el horizonte marino dibujando un camino luminoso sobre el océano y dejando un tono anaranjado en el cielo. En uno de los salientes se halla un mirador. El coche gira y se detiene allí. El hombre se baja, toma aire y llora. Llora lo más alto y lo más fuerte que puede.
Es entonces cuando las afiladas puntas de cristal de su alma rota se redondean y las astillas de su corazón desaparecen. Se siente en paz.
Se seca las lágrimas con la parte inferior de su camisa y vuelve a empuñar el volante. Continúa el camino. Pasa por delante del bar en el que estuvo aquella mañana y para a escasos metros de un pequeño cortijo.
Apaga el motor y espera. Por una ventana se aprecia como el interior de
una habitación se ilumina. El hombre desplaza una mano hacia su cintura y rodea
la venganza con los dedos. Ahora ellos son meros hombres. Ahora él es el
Destino.
Se oye el crujido de una puerta quebrada. El Destino entra por la puerta y mira a los hombres. Sonríe. Ellos le devuelven la mirada, una mirada en la que se refleja el recuerdo, seguido de un intenso terror.
El silencio de la noche se escapa con el sonido de dos disparos… Y regresa tras el sonido de un tercero.
Se oye el crujido de una puerta quebrada. El Destino entra por la puerta y mira a los hombres. Sonríe. Ellos le devuelven la mirada, una mirada en la que se refleja el recuerdo, seguido de un intenso terror.
El silencio de la noche se escapa con el sonido de dos disparos… Y regresa tras el sonido de un tercero.
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