-PARTE 1-
Trata de apagar una
vela con el puño. No golpeándola, sino apretando.
Sé consciente de
cómo el calor se desliza entre tus dedos a medida que los vas cerrando
alredededor del cordel que sostiene el fuego, y de cómo penetra en la carne.
Siente tu piel burbujear y hervir bajo su efecto. Está tan caliente como la
cera que gotea desde la superficie. Observa tu mano fundirse con el dolor hasta
que éste se haga líquido y correteé por tu interior igual que una gota de agua
resbalando por el cristal.
La llama se apagará
al instante, pero el dolor seguirá allí. Tu puño se ofrece como una máscara,
sin mostrar lo que ocurre en su interior. Por fuera tiene buen aspecto. Dentro
se encuentra el sufrimiento. Negro. Ahumado.
Al cabo de un rato,
el dolor se vuelve intermitente. Cuando crees que va a detenerse, vuelve. Una y
otra vez. Palpita.
Podrás creer y
creerás que es mejor abrir el puño y dejar a la vista lo que ocurre detrás de
la máscara, pero en lugar de eso lo cerrarás más fuerte, tratando de oprimir el
daño… Tratando de romperlo.
Pero no cede, sino
al contrario. Se hace más intenso.
No eres capaz de
entender por qué, por qué tu cuerpo se dispone a que sufras más cuando lo que
tú pides es que se detenga… Y olvidas
por qué esa vela estaba encendida si lo único que ha hecho ha sido
herirte.
-PARTE 2-
Enciendes la vela
de nuevo… Y entiendes el motivo.
Al prenderla, la habitación,
que había quedado a oscuras, se ilumina. Y el calor de la llama se esparce por
el aire hasta acariciarte, y te hace sentir bien.
Es en ese momento
cuando comprendes que serías capaz de enfrentarte al mayor de los incendios con
las manos desnudas sólo para repetir esa sensación.
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