Levantar el vuelo
Se despertó sobresaltado. Tenía la impresión de que llevaba durmiendo mucho tiempo, pero no supo determinar cuánto, ni siquiera de manera aproximada. Comprobó que todo funcionaba razonablemente bien, aunque toda la intrincada tela de araña de sinapsis y conexiones neuronales se movía con mayor lentitud de la habitual. Lo achacó a la pereza que sentía.
El resto del organismo seguía inmóvil. Pero no se preocupó demasiado, ya que el corazón latía tranquilo y la respiración mantenía su cadencia habitual. Sístole, diástole. Inspirar, expirar. No sentía dolor.
Decidió aprovechar el tiempo. Se arremangó y se dispuso a hacer una limpieza a fondo.
Había polvo en los rincones, pero prefirió comenzar por deshacerse de algunos trastos inútiles. En una gran bolsa negra colocó, por este orden, dos o tres sentimientos de culpa que nunca había usado y un par de amores resecos de los que apenas recordaba nada. También decidió tirar media docena de miradas intensas, el brillo de aquellos ojos negros que siempre le gustaron y una gran colección de lágrimas ya pasadas de moda.
En un desvencijado cajón encontró tres o cuatro momentos de angustia, algunos escalofríos y el viejo calor intenso que le acompañaba de joven cuando alguna dama le rompía el corazón, lo que sucedió en más ocasiones de lo que le hubiera gustado.
Barrió con esmero la parte del suelo que estaba cubierto por algunas escamas de desánimo. Reposaban desde hacía varios años bajo una tenue película de angustia, desazón, nerviosismo y desesperación. Todo fue a parar al fondo frío y oscuro de la bolsa plástica.
En la estantería, junto con numerosos recuerdos familiares, -que decidió conservar aunque ya no les hiciera mucho caso-, encontró una antigua pasión. Aquella pasión que pensó que duraría toda una eternidad y que se quemó, por combustión espontánea, en poco más de seis meses.
Colocó ordenadamente su colección de sensaciones agradables. El sabor pastoso de la miel, el olor intenso del café recién molido. El aroma de la lavanda, el espliego y el romero. La plata líquida que recorre la noche cuando hay la luna llena . El sabor del pan caliente, el regusto agridulce de la piña fría.
Sin prestar atención se deshizo de dos docenas de caricias completamente nuevas y de algunos besos envueltos en un quebradizo envoltorio de tul y gasa que se le antojó ridículo. La pequeña cajita de metal repleta de odios y resquemores también fue a parar al vertedero. Sin abrirla siquiera para comprobar su contenido. De sobra lo conocía.
Se sintió bien después de desechar buena parte de los sentimientos que le habían presionado el alma durante ocho lustros. No quería ya más miradas torvas, ni más palabras agrias. Necesitaba aligerar lastre. El dolor y el rencor pesan demasiado. Impiden levantar el vuelo.
Oyó perfectamente la voz del médico cuando dijo “no se esfuerce, señora, no le oye, ya ni siente ni padece”. Sonrió y se dispuso a detener la maquinaria. Su tiempo se había cumplido.
(FM)
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