Nunca le gustó su ciudad. Era gris e incómoda. Demasiada gente, demasiado ruido, demasiada indiferencia. Además, carecía de un lugar elevado y con buenas vistas donde refugiarse a masticar los recuerdos o el olvido.
Hubiera preferido vivir en Lisboa, donde cualquiera con unas monedas para el tranvía puede subir al castillo a llenar los pulmones de aire fresco y los ojos de un vasto paisaje. La torre de Belem, el río con sus puentes, el monasterio de los Jerónimos...
Nunca le gustó su vida. En su monotonía, echaba de menos acontecimientos importantes que le hicieran sentirse especial, aunque fuera sólo un par de veces al año. Le hubiera gustado acunar a un niño, viajar, subir montañas, dormir al raso, comer fruta del árbol, adormilarse a la sombra en las tardes de verano. Le hubiera gustado sentirse parte de un grupo, quizá una tertulia de café de lunes, miércoles y viernes.
Pero, por aquello de caesar caesaris, deus dei, había aprendido a vivir con su hipocondría. Ya decía Machado aquello de que el que duda termina dudando de su propia duda.
Nunca le gustó su mujer. O quizá sí, pero hacía ya tantos años... Con el paso de los años había aprendido a convivir con ella, aunque no recibía nada parecido al cariño. Todo lo contrario. Sólo odio y desprecio. Veneno y palabras agrias que le obligaban a buscar, al menos un par de veces al año, un lugar elevado desde el que echar a rodar su melancolía.
Hubiera preferido vivir en Granada, para llenar sus ojos con el color caramelo que deja el atardecer sobre la Alhambra.
F.M.
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