Con sumo cuidado, casi con mimo, colocó dos cucharadas soperas de polvo de angustia en el viejo incensario. Añadió un cucharadita, de las de moka, de tristeza químicamente pura. Sobre ellas hizo descansar una lágrima de cristal de la antigua lámpara familiar. Acercó el gastado Zippo en el que ya apenas podían distinguirse sus iniciales. Le gustó el olor a gasolina. Las volutas de un humo gris marengo llegaron lentamente hasta el techo.
Le vino a la mente, con violencia, la evocadora palabra “maresía”, que utilizan los portugueses para expresar a un tiempo el olor a mar, el sonido del mar, la brisa del mar, la luz del mar. No entendía porqué, de cuando en cuando, le golpeaban el cerebro palabras sueltas, onomatopeyas, sonidos cacofónicos, imágenes difusas.
Pero así era y había aprendido a convivir con esos espasmos de sus neuronas.
Se le aparecieron con nitidez los hijos que nunca tuvo, pero no pudo recordar el rostro de su mujer ni los ojos de su madre.
Cada uno tiene su particular forma de discurrir por la vida y de enfrentarse a la muerte, pensó. Y se quitó la vida.
Le encontró la señora de la limpieza. En la habitación predominaba un dulzón aroma a desconsuelo y melancolía. Apretaba en su puño la vieja lágrima de cristal. Sonreía.
FM
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